Cuento de Iliturgi

EI Fin del Poblado Íbero de
ILITURGI
Una Historia Para Niños
EI presente artículo pretende ser el primero de una serie de artículos de Historia orientados a un público infantil/juvenil, para que las generaciones más jóvenes de Mengíbar conozcan a través de pequeños cuentos o narraciones algunos de los acontecimientos o de las épocas que más marcaron la historia de su pueblo. El primero de ellos nos llevará a Iliturgi, a la ciuciad ibera que se alzaba en el Cerro de la Muela hace unos 2.220 años.

Definición de términos:

– Iliturgi: nombre de Mengíbar en Época lbéria y Romana.

– Oppidum: poblado ciudad fortificada de Época Ibérica.

– Falcata: espada ibérica de hoja curva.

– Procónsul: gobernador romano de una provincia con mando militar sobre los ejércitos.

Nos encontramos en el oppidum ibero de Iliturgi, en las proximidades del río Betis, que muchos siglos después será conocido como rio Guadalquivir.   Corre el año 206 a.C.
Aún no había amanecido, pero a pesar de la hora tan temprana, la pequeña Eleika y su hermano Damilos ya se han despertado. En los últimos tiempos, el nerviosismo que notaban en sus mayores les hacia conciliar un sueño ligero del que en ocasiones despertaban sobresaltados, alertados por los ruidos que llegaban del exterior de la pequeña vivienda en la que vivían junto con sus padres y sus abuelos.

Al alba, nada más oírse los primeros cantos de los gallos, ambos se levantaron y recogieron los colchones de paja que cada noche extendían en el suelo de la habitación principal de su modesta casa, cerca de la lumbre que les mantenía calientes en las frías noches de invierno. Como cada mañana, mientras su madre preparaba las gachas de trigo que solían desayunar, Damilos salió al patio para rellenar los comederos de las pocas gallinas que criaban en el pequeño corral que su padre había instalado allí hacia unos años, mientras que su hermana mayor se ocupaba de la vieja mula que estaba atada bajo el cobertizo.

Cuando salieron a la calle los primeros rayos del sol comenzaban ya a asomar por encima de las murallas de piedra y tierra apisonada que protegían el poblado, dando a los tejados inclinados de barro y cañizo de las casas que les rodeaban unos colores que aquella mañana les pareció que tenían una intensidad especial. Desde su puerta vieron alejarse a su padre y a su abuelo en dirección al recinto donde se reunían los hombres que formaban parte del consejo del pueblo. Por el camino se les unieron los padres de algunos de sus amigos, todos ellos vestidos con túnicas cortas sobre las que algunos se habían colocado finos mantos para protegerse del frescor de las primeras horas del día ya que, aunque el calor del verano se encontraba cerca, las mañanas todavía eran un poco frías.

Aunque en pocas horas el ruido y el bullicio inundarían las calles, el silencio y la tranquilidad que todavía reinaba en esos momentos les permitió escuchar el tintineo de las falcatas que la mayor parte de ellos llevaban enganchadas al cinturón. Aquello les resultó muy extraño ya que, al igual que su padre, la mayor parte de sus vecinos no eran guerreros y raramente se veían en la necesidad de llevar espadas, lanzas o cualquier otro tipo de armas si no era cuando iban de caza o en las raras ocasiones en las que se tenían que enfrentar con algún poblado enemigo. Además, aunque antiguamente este tipo de reuniones del consejo solo se celebraban cuando ocurrían acontecimientos muy importantes, últimamente las reuniones de este tipo se habían hecho frecuentes.

Mientras los mayores caminaban en Silencio hacia el centro del poblado, algunas mujeres y otros niños empezaron a salir de sus casas para comenzar con sus actividades diarias. Rápidamente Eleika y Damilos fueron a colocarlos arreos a la mula para bajar al río a por agua con su madre, mientras su abuela continuaba tejiendo la nueva manta de lana que colgaba a medio hacer del telar que había colocado junto a la puerta de la casa, en el lugar mejor iluminado de la misma estancia en la que además de dormir, comían y desarrollaban gran parte de las actividades diarias.

Al atravesar la puerta Norte de la muralla, fuertemente guardada desde hacía algunos meses, saludaron con la mano a los vigilantes que la protegían desde lo alto aunque éstos, sin apartar los ojos del horizonte, apenas se dieron cuenta.  A paso lento avanzaron por el camino de tierra que conducía al río, procurando que el movimiento de la mula no provocase la caída de los cántaros de arcilla que su madre le había colgado a cada lado. En el río se encontraron con otras mujeres que, sin dejar de lanzar miradas asustadas a su alrededor, después de llenar sus jarros volvían rápidamente sobre sus pasos buscando la seguridad del poblado.

Al regresar a su casa comprobaron que su padre y su abuelo aún no habían regresado del consejo. Así pues, tras pedir permiso a su madre para volver a salir del poblado, ésta les permitió ir a visitar la tumba de sus antepasados, donde solían ir cada mañana acompañando a su padre cuando éste iba de camino a cultivar sus campos, aunque no sin antes prometer que no se alejarían del camino y que volverían en cuanto les hubieran presentado sus respetos.

Los cementerios donde reposaban las urnas con los restos de los antiguos habitantes del poblado se distribuían en distintos puntos alrededor del cerro, todos ellos próximos a los caminos de acceso al oppídum, lo que permitía que sus habitantes pudieran acudir a llevarles ofrendas siempre que quisieran.

Antes de llegar, pasaron por delante de la tumba del antiguo Príncipe del poblado. Aunque ninguno de los habitantes del pueblo había llegado a conocerlo, su importancia era tal que su vida y sus victorias eran de todos conocidas. Los más ancianos contaban que a su muerte todos los habitantes del oppidum salieron a la calle para contemplar el cortejo fúnebre. El cuerpo sin vida del Príncipe fue trasladado hasta el cementerio en un carro funerario revestido con algunas planchas metálicas que con los rayos del sol emitían un brillo sobrenatural. Además, Según contaban, el carruaje estaba decorado con varias figuras de bronce en forma de cabezas de lobo que despertaban tal temor entre los que lo contemplaban pasar que, a pesar de los sollozos de los familiares que acompañaban la comitiva fúnebre, se pudieron oír los gritos y exclamaciones de miedo de algunos curiosos que se habían acercado a presenciar el triste desfile.

Al llegar a la tumba de sus antepasados Eleika depositó un ramillete de flores silvestres que había recogido por el camino y, tras una breve oración por el alma de los difuntos, ambos hermanos volvieron a casa sin apenas cruzarse con nadie en su camino de regreso.

Al acercarse a la puerta escucharon las voces inconfundibles de su padre y su abuelo, que sin duda ya habían regresado del consejo, aunque éstos, al verlos llegar, interrumpieron la agitada conversación que estaban manteniendo unos minutos antes. Por la seriedad que se desprendía del gesto de su padre y el alivio que se dibujó en la cara de su madre al verlos entrar, comprendieron que algo raro estaba pasando.

La noticia corrió rápidamente por todas partes. Los romanos, con los que muchos pueblos de Hispania estaban en guerra desde mucho antes de que ellos nacieran, se acercaban a Iliturgi para destruir la ciudad y vengar así la muerte del padre y del tío del actual general de Roma en la península, Publio Cornelio Escipión.

Eleika y Damilos no entendían el motivo por el que los romanos sentían tal odio por su pueblo, ni por qué las tropas romanas y los ejércitos cartagineses habían elegido su tierra para enfrentarse en una guerra que parecía no tener fin. Pero lo cierto es que miles de soldados y guerreros procedentes de lugares para ellos tan lejanos y desconocidos como Italia y el Norte de África, llevaban varios años enfrentados por conseguir el control de las riquezas mineras de Hispania. Y, bien para evitar su destrucción, bien para aumentar su poder, muchos poblados y ciudades hispanas habían establecido pactos y alianzas con unos y otros a lo largo de los años, rompiendo en ocasiones estos acuerdos según sus propios intereses.

Lo que ellos no sabían es que antiguamente Iiturgi había sido aliada de los romanos en su lucha contra los cartagineses. Sin embargo, unos años antes de que Damilos naciera, ante las continuas derrotas sufridas por las tropas enviadas a la península por Roma, los iliturgitanos decidieron romper esta alianza y pactar con sus enemigos cartagineses, en esos momentos victoriosos.  Así, cuando los soldados romanos supervivientes de una de las batallas que se desarrollaron en los alrededores acudieron a resguardarse entre las murallas de Iliturgi, sus habitantes los traicionaron y los entregaron a sus enemigos, que acabaron con sus vidas. En estos enfrentamientos murieron también los procónsules romanos que comandaban aquellos ejércitos, los hermanos Publio y Cneo Cornelio Escipión, el padre y el tío del nuevo general que ahora, 6 años después, marchaba contra su ciudad.

Durante los días siguientes se desató una intensa actividad. Muchas familias huyeron con sus pertenencias más preciadas buscando el refugio de ciudades más lejanas. Sin embargo, los que decidieron quedarse a proteger su ciudad comenzaron a prepararse para resistir un largo asedio, ya que confiaban en que la resistencia de los fuertes muros que sus antepasados habían construido bordeando la meseta sobre la que se asentaba el oppidum, impedirían la entrada de los romanos y la destrucción de sus familias y sus casas. Ancianos y jóvenes, mujeres y niños, todos colaboraron en el abastecimiento de los almacenes donde se guardaba la comida y de los aljibes donde se acumulaba el agua, saliendo a los campos con mulas, bueyes, carretas o cántaros a conseguir la mayor cantidad posible de alimentos. Rápidamente se recogieron los rebaños, los cultivos de las huertas y parte de las cosechas, aunque éstas aun no estuvieran completamente crecidas, y se recolectaron todos los frutos que encontraron a su alcance, aunque aún no hubieran madurado. También se recogieron abundantes piedras de los alrededores que después serían utilizadas como proyectiles arrojadizos contra sus enemigos.

Eleika y Damilos veían el miedo y la preocupación reflejados por todas partes, intuyendo que los ejércitos que se aproximaban no venían a conquistar su poblado, sino a destruirlo. Finalmente los romanos llegaron ante los muros de su ciudad, acampando en las llanuras que se extendían a los pies del cerro, cerca de los ríos que lo bordeaban y que les permitirían tener toda el agua necesaria en su lucha contra los iliturgitanos, un enfrentamiento que todos preveían largo y complicado.

Durante varios días las luchas fueron constantes, sin apenas momentos de descanso para atender a los heridos o retirar a los que morían a cada lado de las murallas. Todos los habitantes que permanecieron en Iliturgi colaboraron en su defensa, incluyendo a Eleika y Damilos que junto con sus amigos y los demás niños del pueblo transportaban piedras hasta las murallas con las que reparar los muros que cedían ante el ataque enemigo o con las que herir a los romanos que intentaban alcanzar con sus escalas la parte alta de las murallas para acceder al interior de la ciudad.

La resistencia que opusieron fue tal que los soldados romanos tardaron varios días en lograr saltar sus muros, atacando por distintos frentes al mismo tiempo. A pesar de todo los habitantes de Iliturgi sabían que la situación no podría mantenerse por mucho más tiempo, ya que los ejércitos enemigos, mejor armados y más experimentados en la guerra, no cedían en su empeño de conquistar la ciudad.

Así, la noche anterior al asalto definitivo, varias familias consiguieron escabullirse del asedio al amparo de las sombras de una noche sin luna. AI amanecer, desde la distancia, pudieron ver como un grupo de soldados escalaba con agilidad insospechada por la ladera más escarpada del cerro hasta alcanzar la parte más alta de la ciudad, en la única zona que se había dejado desprovista de defensas por considerarse que su acceso era imposible. Al mismo tiempo, interminables filas de legionarios colocaban largas escalas por todo el perímetro amurallado hasta que finalmente consiguieron llegar a lo alto y acabar con los guerreros iberos que lo defendían, entrando así al interior del oppidum.


Poco después, Eleika y Damilos vieron subir columnas de humo y llamaradas de fuego procedentes de distintos puntos del poblado, apretándose contra el cuerpo de sus padres para no escuchar los gritos de terror que, a pesar de la distancia, llegaban hasta sus oídos procedentes de los cientos de hombres, mujeres y niños que estaban siendo asesinados por las tropas romanas.

Fuentes: Libro de la Feria 2012 páginas 75-81  Alicia Nieto Ruiz y Emilio Plazas Beltrán (arqueólogos).

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